El primogénito arribó al hogar naciente y con
él trajo alegría infinita.
Padres, abuelos y tíos disfrutaban a diario
las gracias y los minúsculos logros del
nuevo integrante.
Todos estaban dichosos con el obsequio que la
vida les había dado.
Solo necesitó unos pocos días el unigénito para
ser el centro de toda la atención y convertirse en el miembro más importante de
aquellas familias que con tanto fervor le acogieron en su seno desde ese preciso instante en que
se dio el alumbramiento.
Pero lo agradable y lo bello no es perpetuo.
Aunque el bebé mantenía su normal desarrollo síquico
y de crecimiento, ocurría al mismo
tiempo un fenómeno nocivo para la tranquilidad del pequeño. Aumentaban de
manera vertiginosa las desavenencias y las hostilidades entre los padres y entre
las familias.
El ambiente alrededor del niño se tornó
oscuro, denso y asfixiante. Las miradas postizas, el sarcasmo y las palabras
hipócritas se convirtieron en el pan de cada día.
La dulce criatura sin advertirlo se convirtió
en el botín de una fútil guerra que desunió por completo entre sí a esas dos
familias que poco tiempo atrás vitoreaban conjuntamente con gran júbilo el
milagro de vida del que eran testigos.
Se polarizaron las familias por la disputa de la
custodia del unigénito y con irrespeto supremo pues a él jamás tuvieron en cuenta.
El niño incapaz de tomar partido advertía la
tensa situación sin embargo mantenía esperanzas de que todo volviera a ser como
antes. Cuando arribó a este su nuevo mundo.
Con el pasar del tiempo el menor entendió que
su ambicioso sueño era una utopía. Nada ni nadie haría cambiar los malos sentimientos
germinantes entre sus padres.
Hoy, ya convertido en un ángel, desde el cielo
y con una sonrisa incompleta dibujada en su rostro observa a los integrantes de
sus dos familias: mamá, papá, a sus tíos y a sus abuelos como siempre añoro
verlos: unidos.
Infortunadamente esta unión fué inspirada por un
inmenso dolor.